
Lo reconozco, soy de esas personas que disfruta(ban) en el trabajo. Me gusta(ba) y me los pasa(ba) bien.
En las últimas dos semanas todo ha cambiado. Y hoy, que empiezo unos días libres, no me arrepiento ni me siento culpable de «abandonar» el barco. De hecho, me da miedo tener que volver en unos días.
Por primera vez en muchos años, me he levantado deseando no ir a trabajar. Hasta he deseado que me subiera un poco la fiebre, que me entraran unas diarreas, o algo así. Hace 4 semanas fui a trabajar afónica, incapaz de articular palabras. fui a trabajar con todos los malestares postvacuna, escalofríos, dolor muscular y cefalea incluidos.
Me pregunto cómo han podido 2 semanas terminar con todo eso, y casi conmigo. No me valen las respuestas simples, porque no creo que sea simple. No se trata solo del número de pacientes, ni de la sensación de estar de nuevo braceando en medio del mar sin que a nadie le importe demasiado si nos ahogamos o no.
El número de pacientes diarios se ha duplicado. Pero no es el número. Porque la verdad es que el extra no es más díficil ni más complejo. Gran parte del trabajo extra y mucho del resto es un trabajo «fácil»: los mismos consejos, las mismas pruebas, la misma levedad, la misma burocracia. Casi no te hace falta pensar. Y estas tareas han sustituido gran parte del trabajo habitual, más complejo, más desafiante, más dificil. Al final, lo cierto es que es más fácil e inmensamente más desagradable. La sensación de inutilidad que te embarga cuando lo que haces lo podría hacer un dispensador automático es destructiva.
Estas tareas sustituyen a las habituales consultas. Y sabes que esas consultas no han desaparecido, pero no caben. Y entonces te embarga también un miedo atroz a que otros salgan perjudicados. Mientras atiendes lo innecesario, lo necesario no encuentra sitio. Y es desolador. Y la culpa te invade y te ahoga.
No es simplemente el número, es el cambio en las actividades y tareas diarias.
Y es la desilusión de saber que quienes dirigen esto no tienen la menor idea de cuál es realmente la función y el valor de los médicos de familia. Porque sustituir su trabajo por tareas administrativas no les supone ninguna reflexión, acción ni remordimiento. En el fondo, caes en la cuenta de que creen que ese es tu trabajo habitual.
Y yo no puedo quejarme de falta de reconocimiento por parte de mis pacientes. Que sé que muchos compañeros solo reciben amenazas, desprecios e insultos. En mi pueblo no nos dicen que estamos cerrados y no contestamos al teléfono, sino que nos llaman hasta para otras cosas, porque nosotros sí estamos para contestarles. Y estoy a tope de bombones, galletas, polvorones, rosquetes, y regalos. Esos que suplen la absolutamente desconocida idea de la cesta de navidad de la empresa.
Entonces, ¿qué me ha pasado? Estoy desesperanzada. Cuando todo parecía ir bien, cuando no me acordaba ni de cuál era el último protocolo, cuando se estaban caducando los test de antígenos que teníamos, ha estallado todo. Nos ha devuelto a una realidad aterradora: tampoco en enero tendremos abrazos.
Ha vuelto el miedo. ¿Y si me contagio y luego contagio a mi familia? Y eso que no soy de las que atiende aterrada a los pacientes con sospecha o confirmación de covid. Me pongo EPI (y limitado a bata, guantes y pantalla) solo con pacientes complejos en los que tengo que estar mucho tiempo en contacto. Mascarilla y ventanas abiertas siempre (se puede hacer aquí). No tengo miedo a los acompañantes, no tengo sitio para pòner 2 metros de distancia y no dejo de ver presenciales a los pacientes que lo prefieren y a los que lo necesitan. Tampoco me pongo EPI para ir a los domicilios. Y, tras dos años, tampoco me he contagiado. ¿Por qué ha vuelto el miedo entonces? Porque es difícil luchar cotnra los sentimientos atávicos, los que nacen muy dentro. Puedes acallarlos, controlarlos e incluso no hacerles caso, pero están minando tu alma poco a poco.
He perdido la ilusión de una actividad que me parece útil para los demás, que me permite ayudar a la vez que aprender, que me reta a esforzarme por ser cada día mejor, que impide que me apoltrone en la comodidad. Lo que he hecho en estas dos semanas, mayormente, no necesita un médico, no necesita las miles de horas invertidas en estudiar, practicar y dudar de mi misma. Lo que hacemos en esta ola, a mí, al menos, me hace sentir inútil.
Hay quien cree que para recuperar la ilusión bastaría con subir el sueldo, o con poner extras, o con, al menos, completar las plantillas. Pero eso no será suficiente. Si no hay un interés y un proyecto en recuperar el prestigio y el valor de la atención primaria, de los médicos, enfermeros, pediatras que trabajamos en AP (y del resto de compañeros). Si no hay interés en que la sociedad descubra nuestro valor. Si no hay una implicación de gobiernos, instituciones educativas y profesionales en dar valor, el dinero solo dará para un poco (es necesario pero no suficiente). Porque lo que nos mueve es mucho más que el dinero, o esto habría naufragado hace muchísimo tiempo.
Espero volver con una mente despejada y más relajada y siendo capaz de aceptar que esto solo es una fase y que luego todo volverá a ser diferente. Espero ser capaz de encontrar mi ilusión perdida y volver a trabajar con la misma sonrisa. Y deseo lo mismo para todos los compañeros.