Mamá, necesito unos zapatos nuevos, estos ya están rotos.
Claro, claro, lo sé. En cuanto pueda, los compro. ¿Qué número llevas?
El 36, mamá
(1 año después)
Hija, aquí tienes los zapatos, ¿del 36, verdad?
No mami, eso era el año pasado, este año ya llevo el 38
Absurdo, ¿verdad?
Hace más de dos décadas un movimiento atravesó la atención primaria española: 10 minutos, ¡qué menos!
Un movimiento por la dignidad de la atención a nuestros pacientes. Un movimiento que pedía poder dedicar un tiempo suficiente, un tiempo que permitiera una atención adecuada.
Veinte años más tarde, algunos ya tenemos esos 10 minutos por paciente. Pero el pie ya no cabe en los 10 minutos. Como el zapato, tenemos la talla correcta pero demasiado tarde.
Los pacientes del año 2024 no son los del 2000. La información que manejamos, absorbemos, leemos, consultamos, integramos en el 2024 no es la del 2000 (sin ordenadores, internet en las consultas, menos diagnósticos, menos pruebas…). Las técnicas, pruebas y tratamientos que tenemos a nuestra disposición en 2024 no son las del 2000 (en que incluso a insulinizar estaba mal visto por los “especialistas”).
Vamos con retraso. No podemos pensarnos hoy con las necesidades de ayer.
Si no somos capaces de imaginarnos una forma de trabajar, de atender, de hacer medicina, adecuada para ahora y después, poco futuro tendremos. Imaginar cómo hacer real la medicina de familia para el año 2025, 2035, 2045. Imaginar que queremos para luego poder conseguirlo. Sin imaginación no hay futuro.
Si un artista no imagina su obra no puede construirla, crearla, hacerla tangible. Si nosotros no somos capaces de imaginar nuestra consulta, ¿qué vamos a crear?
He vuelto a Twitter (X, digo, pero también sigo llamando “cortado condensada” al moderno “café bombón”). Y, lo que leo, lo que veo (lo que me muestra, realmente) ha disparado una idea en mi cabeza.
Como es más fácil explicar(me) si la escribo y si la dibujo (mal, pero ¿qué se le va a hacer?), aquí está mi reflexión.
Todos miramos el mundo a través de una ventana acristalada con marco:
Cada oportunidad, en estos 3 últimos años, que me encuentro con la Orquesta Médica Ibérica, en este especial encuentro, tan diferente del de un congreso al uso, se me despiertan múltiples reflexiones.
¿En qué se parecen la medicina y la música? O mejor, ¿en qué se parece la práctica de la medicina y de la música? Una compañera, especialista en digestivo, me comentó una vez que tenía una teoría. Era más fácil enseñar a hacer colonoscopias a un residente que tocaba un instrumento musical que a uno que no. Creí que ese aprendizaje que requiere mirar a un lado, procesar una información y mover las manos sin mirarlas en movimientos finos y precisos, ya los tenia adquirido el músico. Ahí hay un proyecto de investigación interesante.
Mi reflexión va por otro lado. La práctica clínica se parece a la práctica musical en otros aspectos menos técnicos. En música no basta con tener la partitura, hay que interpretarla. La mejor partitura no es nada sin un buen músico que le proporcione el sonido. Y la misma partitura sonará diferente con diferentes músicos. Serán cambios pequeños, a veces sutiles, pero el sonido que recibe el oyente será diferente. Así que la música, como la medicina, no depende solo del conocimiento reflejado en el papel, requiere, en la misma medida, de una persona que la interpreta y la ponga al servicio del otro. Ambos son igualmente importantes.
El mejor conocimiento, recogido en los libros, los ordenadores, las bases de datos, no sirve de nada, sino tenemos a un buen profesional/interprete que lo ajuste al momento, al auditorio, al perfil del oyente, a sus habilidades, al momento ¿Cuánto tiempo dedicamos en nuestra formación pregraduada a aprender a ser? Es más, ¿cuál es la relación de tiempo dedicado a aprender de memoria los conocimientos y el dedicado a aprender a ponerlos en práctica? Tal vez haya que reducir un poco del primero para dedicar al segundo. Y tal vez haya que valorar ese aprendizaje del mismo modo que se valora el crucigrama en que se han convertido los exámenes.
La música requiere reconocer la partitura y al músico. Tal vez veamos, ya se ve, que la IA puede sustituir a una Orquestra y recrear el sonido, siempre el mismo, sin cambios, aplicado de igual manera en todas las ocasiones. Pero no será música, será tecnología. Del mismo modo, la medicina, ejercida como una cadena de montaje, en la que todo el mundo hace exactamente lo mismo, sin cambios, protocolos sin seres humanos, no adaptados al momento, a las dos personas a cada lado del a mesa.
Es eso en lo que más se parece la medicina a la música, en que las personas que la practican son al menos tan importantes como el conocimiento/partitura que interpretan. Uno no es nada sin el otro, relación mutua y recíproca. Que hace falta practicar cómo hacer “real”, físico, visible, audible, ese conocimiento/partitura para que exista. Y que ni siquiera eso es suficiente. Hay que adaptarlo al contexto, el usar, espacio y tiempo, y sobre todo al otro, al oyente, al paciente. Porque sin el otro no tiene sentido ni hacer música ni hacer medicina. Por supuesto, existe la práctica “egoísta” del hacerlo por mi propio placer, pero al final, son prácticas éticas, en las que el otro está presente, incluso cuando está ausente. Y la ausencia es una elección ética también.
En fin, reflexiones que se despiertan en la sala de ensayos…
El domingo 12 de mayo estuvimos en el Auditorio Nacional, Madrid.
La Medicina es un campo de conocimiento bastante celoso de sus límites. En España, de modo general, es difícil que te encuentres en tu formación con profesores y mentores que procedan de otros “mundos”.
Las asignaturas que son impartidas por profesores ajenos al mundo estrecho de la medicina son escasas. Por “mundo” me refiero a médicos clínicos habitualmente de hospitales terciarios, médicos científicos de las facultades y científicos de la medicina no médicos.
Esto no es ni bueno ni malo de manera objetiva. Es simplemente una característica que, a la vez, es síntoma y causa de la cultura de la medicina. Si es positivo o negativo depende del modo en que entendamos la medicina y su filosofía.
En mi opinión supone la creación de un universo filosófico, ideológico y cultural propio, bastante impermeable a otros conocimientos. Y creo que sería positivo dejarse contaminar por otro saberes. Sobre todo porque la medicina, como práctica, está profundamente imbricada en la vida real de las personas. Y la vida real requiere mucho más conocimiento que la ciencia.
¿Por qué es tan dura la piel de la medicina que no deja entrar ni permear a casi nada externo? Tengo varias hipótesis:
– la creencia de que un/a médico/a solo necesita para su tarea los conocimientos tradicionalmente clasificados como medicina (anatomía, fisiología, patología, terapéutica, MBE…). Todo lo demás o sobra o es exotismo o está equivocado. Sería una hipótesis de “soberbia epistémica”.
– la incapacidad de descubrir que hay más que medicina en la propia medicina. Como práctica social se enriquecería de muchos otros saberes, pero no sabemos ni de su existencia: hipótesis de “ignorancia epistémica”
– la falta absoluta de tiempo para interesarte por otros saberes, enterrado en miles de páginas de apuntes (hoy pdfs) y con el terror a fallar un solo test que te coloque por detrás de cualquier otro: hipótesis de la “esclavitud/ explotación/opresión epistémica”
– está también la “hipótesis de las lentejas”: dejar entrar a otros deja menos en el reparto y, claro, esto influye en los ingresos totales de cada uno de los implicados.
– el miedo a que los cimientos firmes en los que creo apoyada mi visión del mundo, la enfermedad, los pacientes y mi propio sentido de la vida y de mi sentido puedan verse resquebrajados, tambaleados o incluso destruidos: hipótesis del “miedo existencial”.
Seguro que hay otras hipótesis, pero no se me ocurren por el momento.
Hay que tener claro que el cierre de las fronteras no es inocuo. Nos deja ciegos a otras posibilidades y, a la vez, facilita la cohesión al evitar que haya disidencias generadas por otras formas de mirar. Nos convierte en una subcultura homogénea, fácil de defender (las ideologías férreas no tienen fisuras y sus defensores nunca dan su brazo a torcer) y evita las incertidumbres del pensarse cada día y de elegir cambiar. Pero, si la medicina es una práctica de servicio a la humanidad ¿puede permitirse ignorar que la humanidad y sus saberes no son estables, firmes y solo científicos o que solo la ciencia no es capaz de explicar al ser humano en tanto que humano?
Todos crecemos (cumplimos años, quiero decir) hasta que dejamos de hacerlo. Es un proceso puramente biológico. Pero ese proceso puede o no ir acompañado del proceso de “madurar” (entendido como esos cambios fundamentales que nos hacen pasar de niños a adolescentes, de adolescentes a jóvenes, de jóvenes a adultos, de adultos a ancianos). Mientras las frutas no pueden evitar crecer y madurar a la vez, nosotros podemos crecer sin madurar y vivir en la infancia infinita.
Últimamente empiezo a pensar que “madurar” es realmente un proceso de “aprender a renunciar voluntariamente“. No lo veo como algo negativo. Pero está claro que en el camino tenemos que renunciar a muchas cosas. Los niños lo quieren todo (todo lo que conocen, al menos), no renuncian a nada. El trabajo de padres tiene mucho que ver con aprender a decirles que no (y sin que se note que dices no, según las contemporáneas teorías de la crianza).
Twitter tiene en su mayor ventaja su peor demonio. Los mensajes cortos y rápidos permiten emitir con celeridad opiniones sobre los más diversos temas. Pero sus mensajes cortos y rápidos hacen que sea más fácil ser extremadamente categórico y simplista en las opiniones. En cierto sentido, radicaliza los debates a posturas de «blanco o negro». En un país en el que el debate nunca ha sido nuestro fuerte, donde siempre hemos considerado que hay verdades que no pueden ser criticadas, twitter se convierte en el semillero de radicales que llegan a usar el insulto y la violencia verbal. Esto ocurre con mayor intensidad cuando el twittero es alguien comprometido con la extensión de su mensaje y que considera una obligación convertir a aquellos que no piensan como él.
Twitter podría ser una herramienta impresionante para conocer la multitud de visiones de un mismo problema, la posibilidad de abordarlo desde perspectivas diferentes, para comprobar que no todo está resuelto con un «esto es así y punto», un lugar para aprender y compartir, cambiando o no tus propias ideas a partir de ese intercambio. Sin embargo se convierte en un campo de batalla, desagradable, proselitista, que invita a enunciar «verdades universales» y que impide debatir las cuestiones complejas como se merecen.
Lo triste es que esta tendencia a reducir los debates y la critica mediante la amenaza y el insulto no solo ocurre en campos en los que la confrontación es habitual (como la política o la religión) sino también en campos en los que el debate es fundamental para avanzar en el conocimiento, como la medicina.
En fin, Twitter es un medio de cercenar la capacidad de pensamiento crítico y debate para las futuras generaciones, si permitimos que sea así.
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