Sí, pero yo no…

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La España Vaciada no tiene población y eso ocasiona problemas (hasta los incendios se han relacionado con la despoblación), hay que conseguir que la gente vuelva a vivir en los pueblos perdidos, alejados, aislados, rurales. Claro, pero yo no. Yo prefiero la ciudad grande o pequeña, con sus recursos, sus opciones, sus teatros, sus hospitales, sus universidades…

No hay médicos en las zonas rurales, hay que conseguir que los médicos (las médicas, realmente) vayan a trabajar en esas zonas, pero yo no. Yo ya tengo unos años, prefiero un centro grande, sin guardias, sin emergencias en medio del campo, con apoyo de compañeros, cerca de los colegios de mis hijos, de los centros de decisión, de las oportunidades, de los contactos.

Hay que disminuir el desperdicio, la contaminación, las basuras… pero yo no. ¡Cómo voy a dejar el coche y limitarme al transporte público!Yo necesito independencia, libertad de movimiento. ¡Usar material reciclado! ¡Viajar menos!

Hay demasiada lista de espera en sanidad, hay que dejar de atender cosas poco importantes, pero a mí no. ¡Cómo no voy a ir por estos mocos, este catarro, esta duda, esta picadura!

Hay que mejorar los salarios, pero a ellos no: ¡qué sube el café, los hoteles, los servicios, la limpieza, las verduras!

Hay que arreglar el problema de la vivienda, controlar los precios, favorecer el alquiler para a vida y no para el turismo . Pero a mí no: que la casa del abuelo la hemos arreglado para los turistas y es una pasta cada mes, que me voy de viaje una vez al trimestre y siempre consigo un alojamiento en el centro de la ciudad, que ya no uso hoteles, que esos pisos vacacionales en un barrio popular son tan auténticos.

Puedes seguir la lista…

Nadie es perfecto, pero si no empezamos a pensar en colectivo y no solo en que los demás arreglen el mundo para que yo esté mejor (pero sin afectarme demasiado, que me gusta como vivo), esto está condenado. La suma de egoísmos terminará con todos ,salvo con unos pocos que siempre salen ganando, los que saben que “río revuelto, ganancia de pescadores. Y nosotros no somos pescadores, somos pescado.

Y si piensas que esto no tiene nada que ver con Medicina, Ciencia y Arte, ya que digo que lo que hace el arte y las humanidades a la medicina es enseñarla a pensar más allá de sí misma. Así que, si seguimos hablando de la poca salud de la población y de cómo eso afecta a la cantidad de trabajo que hay en medicina, tal vez tengamos que aceptar que parte del presupuesto de sanidad se debería dedicar a otras cosas que dan más salud. E incluso tendríamos que aceptar que los impuestos que pagamos (el sueldo médico es alto, en relación a la media poblacional, y tiene un IRPF alto) son el mejor modo de disminuir la cantidad de trabajo (esto es, la necesidad de asistencia de las personas).

Externalizando…

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Todo el mundo sabe lo que es externalizar, creo. Esa costumbre tan neoliberal de repartir cachitos de las tareas de tu empresa para que la hagan otras, habitualmente más baratas. En los servicios de salud es costumbre externalizar la limpieza, la lavandería, la seguridad, las cafeterías. Esto, en la cabeza de los gestores y políticos, suena a “menos empleados públicos”, “más barato”, “los problemas son de otro, a mí que me presten el servicio”.

Pero, en una lógica neoliberal, la externalización de servicios es una forma de “deshumanizar a las personas” que pasan a ser simplemente recursos, y más bien recursos materiales que incluso recursos humanos. No importa quién está prestando el servicio a tu lado, lo importante es que venga “alguien”. Alguien que no es de “los nuestros”, un extraño (aunque los conozcamos bien porque muchos trabajan año tras año a nuestro lado)

La externalización, como concepto también lo aplicamos en el día a día. Externalizar al otro es convertirlo en un “otro”. Me explico: estamos “nos-otros” y están “los-otros”. Sentimos afinidad, pena, sufrimiento, simpatía, compasión… por “nos-otros”. Pero “los-otros” termina por ser ajenos a nuestras emociones. No nos impactan demasiado. A veces, si atisbamos un segundo de afinidad, tal vez, nos apenamos, pero poco más. Pronto desaparecen del radar.

El mejor modo de conseguir que a una parte de la población no le importe la otra parte es transformar a estos últimos en “los-otros”. ¿Como se consigue? Destacando sus rasgos “malvados”, su “diferencia”, su “no es de los tuyos”, su “viene a hacerte daño”, su piel, su clase, su dinero, sus deseos, sus expectativas pueden ser diferentes, tú eres diferente, no eres de ellos. Se destaca a alguno similar que sea realmente despreciable (siempre hay gente despreciable en todos los grupos, incluso entre nos-otros). Y te lo crees. Y pasan todos los que se parezcan al grupo de “los-otros”. Esos que, según Judith Butler, no merecen ser llorados.

En la atención sanitaria, y en la medicina especialmente, hemos pasado décadas transformado en “los-otros” a los pacientes, en lugar de en un-otro. Tal vez porque gestionar emocionalmente que mañana puedo ser yo la que está al otro lado de la mesa supone un esfuerzo y energía ingente.

Esto también ocurre en la vida más allá de mí misma. Algunos humanistas y científicos sociales hablan de que la percepción de la naturaleza como “lo-otro” está en la raíz de nuestros problemas actuales. Al entender que es externo a nos-otros, siempre estará supeditada a las necesidades/deseos percibidos por nos-otros.

Me explico: yo veo mi brazo como parte de mi cuerpo. Si le ocurre algo a mi brazo, sentiré que me ocurre a mí. Así que no obligaré a mi brazo a cargar un bolso de 60 kg porque yo sufriré con ello, aunque me apetece un montón llevarme medio armario ropero al viaje. Si percibiera la naturaleza como parte de mi misma, no sería capaz de, por ejemplo, dejar perder el agua por el desagüe sabiendo que los arboles, que son parte de mi ser extendido, necesitan beber.

Todos los ejemplos, tan diferentes, nos llevan a la misma meta. Para proteger necesitamos sentir al-otro, lo-otro, como parte de un nos-otros. Necesitamos repensar qué es lo que realmente está junto y lo que está separado. Imaginaos que, de repente, nos demos cuenta, de que el dinero es un lo-otro, y la sonrisa del extranjero un nos-otros.

La enfermedad es el motor del mundo

Estoy sentada en la cantina de uno de esos campos de fútbol base que recorro fin de semana tras fin de semana en la mal-valorada tarea de ser chófer-animadora-pañuelo-madre de dos críos que juegan al fútbol en diferentes categorías. Intentando relajarme ante un café, llega a mis oídos los ecos de las conversaciones de las mesas vecinas.

Aún los árbitros no han empezado a trabajarse el ser centro de todos los intercambios de palabras, sean monólogos, diálogos o exabruptos. Así que el tema que más se oye es…🥁🥁🥁🥁🥁🥁🥁: la enfermedad, el malestar, ese médico/a, esa prueba nueva, que si las citas de mi privado ya no son lo que eran, y de la pública ni hablemos.


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Me contaban mis residentes que es lo habitual. En cualquier terraza, restaurante, cualquier espacio en que se reúnan dos o más personas, se termina hablando de las enfermedad que cada uno tiene, padece, se investiga; de las últimas pruebas, tratamientos, dietas, potenciadores de salud, consultas…a las que ha recurrido, pedido cita…

No es que esto sea totalmente nuevo. Cuando empezaba yo a ejercer la medicina, hace ya unas décadas, bromeábamos sobre las conversaciones de nuestras pacientes de mayor edad. De cómo el número de fármacos y enfermedades se convertía en una competición amigable, en la que ganaba la que estaba peor.

Eran tiempos en los que los espacios de conversación de las mujeres no-tan-jóvenes eran bastante restringidos. En las zonas rurales y en los barrios menos favorecidos, la sala de espera del centro de salud público, la iglesia y el patio de vecinas (si es que había). Los temas de conversación, con los hijos ya fuera de casa, los nietos sin llegar, y cansadas de hablar toda la vida de los maridos, se habían reducido. La enfermedad pasaba a ser el tema central. Siempre he pensado que hacer una etnografía de nuestras salas de espera, tanto en atención primaria como hospitalaria, daría para una interesante línea de investigación (ejemplos aquí, en página 25, y aquí)

Lo que cambia actualmente, es que quienes hablan de enfermedad, de citas, de nuevas pruebas y consultas, son los jóvenes. Agraciados tradicionalmente con la idea de la invencibilidad de sus cuerpos, de su salud y su capacidad para poder-con-todo, era muy raro verlos en las consultas en mis primeros años de profesión. Tan raro era que se hacían mesas en los congresos para imaginar cómo conseguir que vinieran y poder hacer sobre ellos esas tan maravillosas intervenciones sanitarias que conseguirían que siguieran sanos y no tuvieran necesidad de venir a la consulta en el futuro.

No sé qué hicimos. Ni siquiera si realmente hicimos algo nosotras, las médicas y enfermeras de familia. Tal vez ha sido otro fenómeno el que ha conseguido hacer sentir enferma a la juventud.

No quiero pensar, no por pensar sino por querer, que la causa fundamental ha sido convertir la enfermedad en un bien de consumo. Y digo la enfermedad porque la salud no da dinero. O mejor, sentirse sano no produce consumo. Y el consumo es el motor de la sociedad que construimos entre todos. Así que se hace necesario que todos (o la mayor parte) se sienta lo suficientemente enfermo en el presente o imagine un futuro de enfermedades posibles para moverlo a consumir servicios sanitarios (la nueva inversión top de los fondos buitres). Enfermo pero no demasiado, o no realmente enfermo. Los enfermos-enfermos-muy enfermos dan pérdidas y no interesan.

Del mismo modo y con las mismas técnicas que cualquier otro bien de consumo (sea una camiseta, el novísimo-último-modelo de móvil, el inconcebible-inimaginable rincón turístico pero vacío de turistas por visitar, el ultimísimo modelo de coche-que-te-habla para que no estés solo, el cacao-que-te-soluciona-el-día…) la promoción de servicios sanitarios te convence de que puedes evitar caer enfermo en el futuro si acudes hoy a la prueba de imagen más revolucionaria, de que cualquier pequeño-mediano-gran problema de salud se arregla con la llamada atendida-inmediatamente-no-importa-a-que-hora… Todo sea porque mañana estes de nuevo perfecto para seguir consumiendo y produciendo en la rueda del hamster de la vida contemporánea.

La enfermedad mueve el mundo, el económico también . Y ya sabemos que la economía (o las ganancias de unos pocos) son el motor que decide las políticas. ¿O no era así como debía ser?

“La vocasión es un masibón”*

*frase de autor desconocido (por mí) que rula por tuister y casi se ha convertido, de tanto repetirla, en un lema de acción.

Esta es una entrada de preguntas, porque solo desde las preguntas es posible volver a pensar. Preguntas con interrogantes, sin interrogantes, pero preguntas. Es decir, ideas que no responden ni solucionan nada. En esta recopilación de preguntas, algunas serán adecuadas y otras inadecuadas, unas ayudarán a avanzar y otras solo a entrar en una espiral de no-respuestas. Un borrador o “un texto-en-construcción” porque es un texto que no creo que pueda dar por terminado nunca.

La “vocación es la lacra de la medicina”, “nos explotan por culpa de la vocación”, “sin vocación estaríamos mejor”, “la medicina solo es un trabajo, como cualquier otro”…

¿Qué es la vocación?

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Vidas perfectas (o no)

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Vivimos en un tiempo en el que hemos interiorizado que la perfección es posible. Madres perfectas, trabajos perfectos, vacaciones perfectas, colegios perfectos, niños perfectos, ocio perfecto, salud perfecta, trabajadores perfectos…

Realmente lo que hemos hecho es creernos un “anuncio subliminal” sobre la vida. Como todo marketing, es lo suficientemente convincente para que creamos que esa perfección existe pero no lo suficientemente lejano como para creer que no podemos llegar a ella. De hecho, si no lo conseguimos es porque algo hacemos mal, o poco, o no trabajamos lo suficiente.

La perfección se construye fácilmente en el mundo actual. Basta que cada uno suba a las redes sociales un breve instante de perfección (ese momento sublime que recuerdas toda la vida). La suma de todos esos instantes hace una vida perfecta, pero olvidamos que son instantes de miles de vidas y que cada uno solo puede aspirar a algún breve sorbo de felicidad de vez en cuando.

Nos inunda el conocimiento. Todo está a mano. Aspiramos a saberlo todo. Y cuanto más sabemos de una sola materia, más ignoramos de todo lo demás. Pero vivimos en la fantasía de creer que lo sabemos todo. En lugar de ser conscientes de que es posible que cualquier otro tema tenga tanto contenido, profundidad e incertidumbres como aquella que dominamos y aprender humildad; lo que vemos es a “expertos del 4º tornillo de la 3ª línea” hablar del coche completo, de las carreteras, y de la geopolítica mundial. En la mayor de los casos no hablan de lo que es, sino de lo que desean que sea.

Vivimos inundados de deseos. El deseo y la envidia es lo que mantiene al neocapitalismo funcionando. Si tú tienes yo quiero. Si tú eres, yo soy más. Nada es suficiente, ni la felicidad, ni lo material, ni el conocimiento. Insatisfechos para la eternidad. Dominados por la insatisfacción. Incapaces de ser suficientemente felices (o mejor, serenamente felices).

Y esto no es ajeno a la sanidad. El deseo de tener una salud perfecta y el marketing que convence de que es posible vivir en la utopía que define la OMS como salud llena los centros sanitarios de personas sanas, extremadamente preocupadas por cada síntomas, malestar, emoción, percepción… Contactos múltiples y repetidos que suponen un riesgo para el consultante y el consultado. Aquellos porque, a más contactos, menor es la capacidad discriminatoria de los síntomas y más riesgo de errores aparece. Y éstos porque la sobrecarga y el error destruyen almas y cuerpos.

La sanidad/negocio del neocapitalismo necesita personas insatisfechas y deseosas de lo inalcanzable. Solo así puede convertir a los cuerpos en medios para ganar dinero.

¿Cómo se cambia esto?

¿Plagio o aprendizaje?

AVISO: este texto no tiene referencias, pero con toda seguridad no es solo mío, nace de lo que soy, y soy muchas lecturas, conversaciones, películas, experiencias y contactos con otros.

Ponerse a escribir, a pintar, a crear se ha convertido en una pesadilla. El tiempo y la energía que se consume en buscar las referencias bibliográficas de cada idea, propuesta, fragmento de intuición es ingente. A veces, ni sabes de dónde o quién aprendiste qué. Y, a medida que aumenta el tiempo entre el momento actual y aquel en que diste tu primer grito, la cosa empeora.

¿Por qué esta obsesión por cada cita? Obsesión que empeora con el avance y uso de las nuevas tecnologías capaces de detectar hasta aquel suspiro tuyo que remeda el que otro exhaló tiempo atrás. A veces me resulta imposible saber si una idea que ronda mi cabeza es mía o la leía, la oí, la intuí en algún momento de mis ya varias décadas de vida y cientos de libros leídos.

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Culpables o como la culpabilidad centrada en el paciente habita los servicios sanitarios

  • Es que no se toman los tratamientos y luego quieren que no les dé un infarto
  • Hace lo que les da la gana, confunden pastillas, gotas, se las toman cuando les parece y luego vuelven a que les arregle el problema
  • No hacen ejercicio y esperan que les cure el dolor de espalda en 24 horas.
  • Comen fatal y quieren que les dé un medicamento milagro para perder de peso
  • No quiere hacer dieta y pretende que le arregle esas rodillas.
  • Viene una y otra vez, consumiendo consultas y recursos, como si no le hubiera dicho ya que no hay nada más que hacer
  • Venir a urgencias no va a hacer que lo opere antes, ya cansa.
  • Me lo decían una y otra vez pero no quiere dejar de beber, ¿qué quiere que le haga yo?
  • No lo quieren cuidar en casa y luego exigen tener camas para que les atiendan cuando se ponen enfermos

En fin, versiones más o menos dulcificadas de estas hipotéticas afirmaciones las hemos oido (y tal vez, hasta dicho) muchos de los que habitamos el ecosistema sanitario en el lado “profesional” de la mesa.

Muchas veces son fruto de la desesperación, incluso del interés genuino por la salud de los pacientes. Pero, sobre todo, son una señal de que algo falla en nuestra formación, desde la facultad hasta la FMC. Faltos de formación y reflexión en el impacto de las condiciones de vida en las decisiones de las personas con enfermedades (o sin ellas), de la saca de aprendizajes que traemos desde nuestras infancias (aprendizajes que no elegimos), de la ausencia de habilidades de comunicación para acercar la información, las instrucciones y los aprendizajes saludables a nuestros pacientes (ausencia incluso de la capacidad de detectar nuestra falta de pericia en comunicación) y sobre todo, la ausente intención de ayudarnos a reflexionar sobre autonomía, moralismo, funciones, objetivos, expectativas.

Para disminuir la prevalencia de estos problemas es una necesidad imperiosa: diseñar las consultas, la transmisión de información, la formación de pacientes y los sistemas sanitarios (en lo micro, lo meso y lo macro) y cambiar las condiciones de vida. No podemos seguir echando la culpa a los otros (y tampoco a nosotros mismos).

100 años

Portada del libro de Nely González, publicado en 2017.

Hoy hace 100 años que nació, en un pequeño pueblo del sureste de Tenerife, doña Nélida González Marrero, Nely para sus vecinos, Ita para sus nietos.

Nely fue mujer, madre, esposa, abuela, agricultora y, sobre todo, poeta de la vida. Fue poco a la escuela, ella misma nos lo contaba. Su primera maestra la enseñó a leer y escribir y a desear aprender. La siguiente, la molió a palos. Y su padre, hombre bueno y sabio, la sacó de esa escuela que amenazaba con matar su inocencia. Y creció aprendiendo a cuidar. A cuidar a los suyos y a cuidar de las plantas. Una cuidadora a lo grande. Vivió, y sobrevivió, en décadas duras. Cuando el hambre era parte de la vida. En tiempos y lugares donde se era pobre o muy pobre, pero ni siquiera se sabía lo que significaba ser rico. Donde cada día que se comía era el fruto de mucho trabajo duro. Cuando te quedabas sola mientras tu marido migraba a otras tierras, meses sin saber siquiera si estaba vivo. Cuando ser mujer era ser poco o nada en la mirada de los otros (y demasiadas veces, también de las otras).

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En mi bolso cabe todo…

Carátula del libro La bolsa de ficción de Úrsula Le Guin

La teoría de la bolsa de ficción (publicada por la Editorial Rara Avis) es un pequeño ensayo de Úrsula Le Guin. Una de esas perlas de sabiduría, breves, pero intensas, que sigues degustando, rumiando y regurgitando toda la vida, pensando ¡claro! ¡Está clarísimo! ¡Cuánta razón! ¿Cómo no se me ocurrió a mí?

Además incluye, de regalo, un ensayo introductorio de Donna Haraway.

Ursula Le Guin es una ensayista y escritora de obras de ficción espectaculares. Yo me encontré con ella a través de El mago de Terramar. Una historia deliciosa e intrigante que narra la vida de un niño que fue mago, o un mago que fue niño. En medio de la historia se desvelan acontecimientos y situaciones que bien pueden servir para reflexionar sobre la vida real.

Pero vayamos a este ensayo. En él la autora confronta la forma tradicional de construir el relato (somos narraciones) con una forma diferente. En la tradicional, lo que se narra es fundamentalmente el viaje del héroe. Una narración secuencial, en la que ocurre un conflicto, y un héroe resuelve la trama. Hechos excepcionales, extraños, peligrosos… Como bien cuenta, en el día a día no suelen ocurrir esas cosas. En el esquema tradicional es imposible convertir en cuento las vicisitudes de cada día, que quedan in-narradas, silenciadas. Y son esas vidas las que normalmente tenemos las mujeres y los nadie.

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Desnudos al mundo

Lanzamos a los recién graduados en medicina desnudos al mundo.

  • Desnudos porque han aprendido que siempre hay una y solo una respuesta correcta a cada pregunta y nadie les ha contado que todo “depende”.
  • Desnudos porque los hemos protegido (profesores y padres) del sufrimiento, la muerte, el dolor, invitándolos a mirar solo los “casos “despersonalizados”, interesantes, nuevos, extraños”.
  • Desnudos porque no les hemos hecho experimentar el aburrimiento de las tareas repetidas de cada día y les hemos hecho creer que este trabajo es como las series de televisión: 40 min de intensidad y heroísmo.
  • Desnudos porque les hemos repetido una y otra vez que son los mejores, la “cream-de-la-cream“, que nadie sabe más que ellos. Y con el primer paciente se dan cuenta de que cuidar es mucho más incierto que contestar test y realmente nunca sabes demasiado.
  • Desnudos porque les hemos hecho creer que ésta es una profesión de profesionales altamente comprometidos unos con otros y nadie les ha contado la de puñaladas que vuelan por los pasillos y las interconsultas.
  • Desnudos porque creen haber aprendido todos los secretos del cuerpo pero se han olvidado de que los cuerpos son solo una parte de un todo complejo.
  • Desnudos porque, en las largas jornadas de estudio compartiendo siempre con los suyos, pueden haber olvidado como estar con los otros.
  • Desnudos porque, aprendiendo a curar por encima de todo (o a destacar, casi más que lo otro) se olvidaron de cómo cuidarse.
  • Desnudos porque nadie les ha reconocido “seres humanos”, con cuerpos, miedos, esperanzas, necesidades…
  • Desnudos porque alguien les contó que esta profesión los convierte en privilegiados de la sociedad, cuando mayormente serán trabajadores como los demás (aunque con un poco más de salario).

Y cuando estás desnudo y llega el invierno, puedes morir de frío.

¿Cuándo empezaremos a darles las herramientas y habilidades para saber vestirse y abrigarse sin renunciar?

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