Hace unos años llegó a mis manos, por casualidad (por cosas de Twitter), un artículo de esos que nunca hubiera encontrado por mis medios. Escrito por un sociólogo polaco se publicó en una revista de poco impacto. Se titula «Extra Medicinam Nulla Salus. Medicine as a secular Religion». Y, utilizando los métodos de análisis de la antropología de la religión, defiende la tesis de que la medicina está ocupando progresivamente el lugar que la religión, por la secularización, va dejando desierto en la sociedad. No se trata de considerar que la medicina es una nueva religión, no (algunos otros autores sí que defienden esto). Lo que ocurre es que, desde el punto de vista de la sociología funcional, en toda sociedad se tienen que ejecutar una serie de funciones. Algunas de las cuales las cumplía. hasta hace poco, la religión (la que sea en cada sociedad). Pero, a medida que desaparece de nuestras vidas, tienen que cumplirse por otras instituciones. En este caso, la medicina.
Las funciones que la medicina está asumiendo (y que, previamente solucionaba la religión) son las siguientes:
- La explicación y creación de significados sobre la salud, la enfermedad, el sufrimiento y la muerte.
- La norma y el control de los comportamientos individuales y colectivos hacia la salud y la enfermedad.
- El cuidado y caridad con los enfermos.
- El tratamiento y soporte espiritual de los enfermos
- La curación.
La medicina proporciona la trascendencia que la secularización había perdido. Da a las personas algo superior a ellas mismas por lo que merece la pena vivir y penar (es decir, trabajar duro para conseguirlo, incluso sacrificando cosas que nos apetecería hacer). En la religión, al menos la predominante por estos lares, la trascendencia es Dios y la salvación del alma. En nuestro mundo contemporáneo, lo hemos cambiado por la Salud y la Salvación del cuerpo. Al fin y al cabo, ambos buscan la vida eterna, aunque la definición de este concepto sea diferente.
De las funciones mencionadas, la que más me llama la atención es la función de control del comportamiento social. Cada vez más, la medicina (o sus múltiples instituciones) buscan obligar a los individuos a adoptar, sí o sí, cualesquiera comportamientos se hayan considerado como saludables (en la medida que la salud se eleva a la categoría de trascendenci absoluta, cabe pensar que las personas que eligen comportamientos poco saludables deben tener algún problema). La obligación puede ser tan normativa como una ley que sanciona al infractor usando la maquinaria del estado, o tan sutil como para generar «solamente» un rechazo social del pecador.
Es posible que el autor, y yo misma, estemos fabulando. Pero no sé cómo encajar el creciente número de situaciones que me recuerdan una y otra vez este artículo. Véanse como ejemplos:
- el clamor de algunos por una obligatoriedad de la vacunación con castigos ejemplares incluidos para los infractores (desde la imposibilidad de acceder a recursos públicos hasta el veto a la inscripción en las instituciones educativas).
- la estigmatización social de hábitos alimentarios instaurados culturalmente (y, por supuesto, no lo niego, no saludables). Hasta tal punto que casi ni me atrevo a darles una galleta en público a mis hijos, no sea que me señalen y termine con una letra escarlata bordada en el pecho.
- la repetida advertencia a que se eviten los debates profesionales en público. Podemos discrepar en privado pero, desde algunos profesionales y sectores, se clama porque ante los pacientes se mantenga una postura monolítica, no discutible. ¡No vayan a pensar los pacientes que no estamos seguros de casi nada!
- El intento de acallar continuamente la cuestión del impacto que la industria farmacéutica y otras tienen en el comportamiento profesional. No sea que se pierda el halo de santidad profesional y alguien pueda llegar a pensar que los sanitarios somos como cualquier hijo de vecino, incluso corruptibles.
Si estos comportamientos no tienen ninguna semejanza con otros protagonizados por instituciones religiosas a lo largo de la historia…
Este artículo me permitió mirarme con mirada crítica como persona individual que practica la medicina, y como miembro de una institución, la medicina, que parece no terminar de darse cuenta del daño que puede causar si se empeña en asumir cada vez más poder en la regulación de la vida individual y colectiva, en lugar de ser lugar de refugio para los enfermos. La humildad nunca ha sido bandera de los poderosos.