“Si tu ojo derecho te hace pecar, arráncatelo…” o algo parecido recuerdo de haber leído en algún evangelio (perdónenme los puristas). La mirada no es inocente. La metáfora que nos recuerda que el problema puede no estar en el objeto observado, sino en el sujeto que observa.
Ver es un acto complejo. Los que hemos estudiado biología humana hemos estudiado el modo en que el ojo recrea las ondas lumínicas en la retina y envía esa información al cerebro, donde le damos la forma en que realmente percibimos. Recuerdo estudiar conceptos básicos sobre el modo en que el cerebro identificaba diferentes hechos (movimiento, líneas, etc)
A muchos, demasiados nos han contado, a lo largo de los años, que lo que miramos, lo vemos y es lo que es. Es dificil aceptar que aquello que dibujan nuestros ojos no es exactamente lo que creemos que es. Que hay una voluntad, muchas veces involuntaria, que cambia lo visto. Vemos a través de filtros. Filtros creados por nuestra cultura, nuestra formación, nuestras lecturas. Mirar no es una actividad de los ojos, es una actividad cerebral. Mirar no es solo ver colores, líneas y formas. Mirar es otorgar significado a lo que vemos.
Esta no es una entrada sobre política (aunque realmente todo es política); es una reflexión sobre SER médica de familia. Es una reflexión sobre la diferencia entre dedicarse a la todología o a la cachitología. Y sobre tendencia innata de todo todólogo hacia la cachitología.
Hace poco surgió un debate en un grupo de profesionales del que formo parte. El centro del debate era la cantidad de tiempo que debía dedicar un profesional (médico/a de familia o MIR) para aprender una nueva técnica. Los docentes, con amplia formación y experiencia sienten que nunca es suficiente. Otros simplemente aportaban los criterios que se marcan para la formación (criterios para aprobar la formación). El debate está servido.
Definir es limitar, definir es encerrar, crear fronteras, decidir qué y quién cumple y qué y quién no cumple, quién está dentro y quien fuera, quién es nos-otros y quién es los-otros.
La decisión de definir es política, nace del consenso o del poder. La ciencia pueda aportar información ( a veces es la única fuente de información que se usa), pero la definición no es ciencia. En ciencia, las definiciones vienen antes del experimento y son imprescindibles para saber los límites del experimento. En nuestras definiciones entran en juego categorías morales, experiencias, derechos humanos, capacidad de financiación, preferencias sociales, etc.
He vuelto a Twitter (X, digo, pero también sigo llamando “cortado condensada” al moderno “café bombón”). Y, lo que leo, lo que veo (lo que me muestra, realmente) ha disparado una idea en mi cabeza.
Como es más fácil explicar(me) si la escribo y si la dibujo (mal, pero ¿qué se le va a hacer?), aquí está mi reflexión.
Todos miramos el mundo a través de una ventana acristalada con marco:
¿Queremos que nuestros hijos sean los mejores del mundo en que les ha tocado vivir o que vivan en el mejor mundo posible que podamos (junto con ellos) construir? Porque no es lo mismo.
Educarlos para ser los «mejores» no es lo mismo que educarlos para que sean parte de la construcción de una vida mejor (un mundo mejor) porque esto último supone, tal vez, renunciar a la idea de construir a los mejores en algo, lo que sea, competidores innatos por cualquier migaja de cualquier premio.
Educar hijos que prefieran la colaboración a la competitividad es contrario al mundo. Pero es la única manera de tener futuro para todos.
Es deprimente oír una y otra vez el modo en que se presume de «lo mío» es «lo mejor»: mi guardería, mi cole, mi equipo de fútbol, mi club de tenis, mi profe de inglés, mi seguro médico, etc. Los padres competimos continuamente usando a los niños como «deporte»: qué notas!!, qué buena es, qué guapo, que lista, si es que es de altas capacidades, si es que será una gran deportista, si es que… Y me pregunto cuánto daño podemos hacer si los lanzamos a ese pelearse por ser siempre los mejores, porque ¿qué queda después de llegar el primero?
Cada oportunidad, en estos 3 últimos años, que me encuentro con la Orquesta Médica Ibérica, en este especial encuentro, tan diferente del de un congreso al uso, se me despiertan múltiples reflexiones.
¿En qué se parecen la medicina y la música? O mejor, ¿en qué se parece la práctica de la medicina y de la música? Una compañera, especialista en digestivo, me comentó una vez que tenía una teoría. Era más fácil enseñar a hacer colonoscopias a un residente que tocaba un instrumento musical que a uno que no. Creí que ese aprendizaje que requiere mirar a un lado, procesar una información y mover las manos sin mirarlas en movimientos finos y precisos, ya los tenia adquirido el músico. Ahí hay un proyecto de investigación interesante.
Mi reflexión va por otro lado. La práctica clínica se parece a la práctica musical en otros aspectos menos técnicos. En música no basta con tener la partitura, hay que interpretarla. La mejor partitura no es nada sin un buen músico que le proporcione el sonido. Y la misma partitura sonará diferente con diferentes músicos. Serán cambios pequeños, a veces sutiles, pero el sonido que recibe el oyente será diferente. Así que la música, como la medicina, no depende solo del conocimiento reflejado en el papel, requiere, en la misma medida, de una persona que la interpreta y la ponga al servicio del otro. Ambos son igualmente importantes.
El mejor conocimiento, recogido en los libros, los ordenadores, las bases de datos, no sirve de nada, sino tenemos a un buen profesional/interprete que lo ajuste al momento, al auditorio, al perfil del oyente, a sus habilidades, al momento ¿Cuánto tiempo dedicamos en nuestra formación pregraduada a aprender a ser? Es más, ¿cuál es la relación de tiempo dedicado a aprender de memoria los conocimientos y el dedicado a aprender a ponerlos en práctica? Tal vez haya que reducir un poco del primero para dedicar al segundo. Y tal vez haya que valorar ese aprendizaje del mismo modo que se valora el crucigrama en que se han convertido los exámenes.
La música requiere reconocer la partitura y al músico. Tal vez veamos, ya se ve, que la IA puede sustituir a una Orquestra y recrear el sonido, siempre el mismo, sin cambios, aplicado de igual manera en todas las ocasiones. Pero no será música, será tecnología. Del mismo modo, la medicina, ejercida como una cadena de montaje, en la que todo el mundo hace exactamente lo mismo, sin cambios, protocolos sin seres humanos, no adaptados al momento, a las dos personas a cada lado del a mesa.
Es eso en lo que más se parece la medicina a la música, en que las personas que la practican son al menos tan importantes como el conocimiento/partitura que interpretan. Uno no es nada sin el otro, relación mutua y recíproca. Que hace falta practicar cómo hacer “real”, físico, visible, audible, ese conocimiento/partitura para que exista. Y que ni siquiera eso es suficiente. Hay que adaptarlo al contexto, el usar, espacio y tiempo, y sobre todo al otro, al oyente, al paciente. Porque sin el otro no tiene sentido ni hacer música ni hacer medicina. Por supuesto, existe la práctica “egoísta” del hacerlo por mi propio placer, pero al final, son prácticas éticas, en las que el otro está presente, incluso cuando está ausente. Y la ausencia es una elección ética también.
En fin, reflexiones que se despiertan en la sala de ensayos…
El domingo 12 de mayo estuvimos en el Auditorio Nacional, Madrid.
Como cada año, dejà vù repetitivo, tras terminar la fase de elección de plaza en el MIR surgen las múltiples voces que hablan y hablan del por qué se quedan plazas libres, muchas plazas libres, de MFyC (Medicina Familiar y Comunitaria). Hablar, hablar y hablar mucho pero hacer, hacer nada.
El problema es muy complejo y yo dejaría de fiarme de cualquiera que aporta una causa única y una solución única (lo de la causalidad compleja es bastante difícil de comprender para culturas de una causa-una enfermedad-un tratamiento).
En fin, yo no voy a dar la solución ni la causa del problema. Solo voy a comentar una gota, gota gorda eso sí, que posiblemente esté contribuyendo más al problema que a la solución.
La Medicina es un campo de conocimiento bastante celoso de sus límites. En España, de modo general, es difícil que te encuentres en tu formación con profesores y mentores que procedan de otros “mundos”.
Las asignaturas que son impartidas por profesores ajenos al mundo estrecho de la medicina son escasas. Por “mundo” me refiero a médicos clínicos habitualmente de hospitales terciarios, médicos científicos de las facultades y científicos de la medicina no médicos.
Esto no es ni bueno ni malo de manera objetiva. Es simplemente una característica que, a la vez, es síntoma y causa de la cultura de la medicina. Si es positivo o negativo depende del modo en que entendamos la medicina y su filosofía.
En mi opinión supone la creación de un universo filosófico, ideológico y cultural propio, bastante impermeable a otros conocimientos. Y creo que sería positivo dejarse contaminar por otro saberes. Sobre todo porque la medicina, como práctica, está profundamente imbricada en la vida real de las personas. Y la vida real requiere mucho más conocimiento que la ciencia.
¿Por qué es tan dura la piel de la medicina que no deja entrar ni permear a casi nada externo? Tengo varias hipótesis:
– la creencia de que un/a médico/a solo necesita para su tarea los conocimientos tradicionalmente clasificados como medicina (anatomía, fisiología, patología, terapéutica, MBE…). Todo lo demás o sobra o es exotismo o está equivocado. Sería una hipótesis de “soberbia epistémica”.
– la incapacidad de descubrir que hay más que medicina en la propia medicina. Como práctica social se enriquecería de muchos otros saberes, pero no sabemos ni de su existencia: hipótesis de “ignorancia epistémica”
– la falta absoluta de tiempo para interesarte por otros saberes, enterrado en miles de páginas de apuntes (hoy pdfs) y con el terror a fallar un solo test que te coloque por detrás de cualquier otro: hipótesis de la “esclavitud/ explotación/opresión epistémica”
– está también la “hipótesis de las lentejas”: dejar entrar a otros deja menos en el reparto y, claro, esto influye en los ingresos totales de cada uno de los implicados.
– el miedo a que los cimientos firmes en los que creo apoyada mi visión del mundo, la enfermedad, los pacientes y mi propio sentido de la vida y de mi sentido puedan verse resquebrajados, tambaleados o incluso destruidos: hipótesis del “miedo existencial”.
Seguro que hay otras hipótesis, pero no se me ocurren por el momento.
Hay que tener claro que el cierre de las fronteras no es inocuo. Nos deja ciegos a otras posibilidades y, a la vez, facilita la cohesión al evitar que haya disidencias generadas por otras formas de mirar. Nos convierte en una subcultura homogénea, fácil de defender (las ideologías férreas no tienen fisuras y sus defensores nunca dan su brazo a torcer) y evita las incertidumbres del pensarse cada día y de elegir cambiar. Pero, si la medicina es una práctica de servicio a la humanidad ¿puede permitirse ignorar que la humanidad y sus saberes no son estables, firmes y solo científicos o que solo la ciencia no es capaz de explicar al ser humano en tanto que humano?
Todos crecemos (cumplimos años, quiero decir) hasta que dejamos de hacerlo. Es un proceso puramente biológico. Pero ese proceso puede o no ir acompañado del proceso de “madurar” (entendido como esos cambios fundamentales que nos hacen pasar de niños a adolescentes, de adolescentes a jóvenes, de jóvenes a adultos, de adultos a ancianos). Mientras las frutas no pueden evitar crecer y madurar a la vez, nosotros podemos crecer sin madurar y vivir en la infancia infinita.
Últimamente empiezo a pensar que “madurar” es realmente un proceso de “aprender a renunciar voluntariamente“. No lo veo como algo negativo. Pero está claro que en el camino tenemos que renunciar a muchas cosas. Los niños lo quieren todo (todo lo que conocen, al menos), no renuncian a nada. El trabajo de padres tiene mucho que ver con aprender a decirles que no (y sin que se note que dices no, según las contemporáneas teorías de la crianza).
Mario Cuomo said that politicians campaign in poetry but govern in prose. Medicine is the same. In the abstract, the practice of medicine is poetry, filled with grace, sacrifice, and beneficence. But the practice of medicine is prose, a grind of stress and drudgery. Medicine, in the ideal, gets me out of bed each day. I am profoundly satisfied with, and proud of, my work. There is nothing I would rather do. The reality of medicine, however, makes me complain when someone shows up for that 4:40 Friday afternoon appointment that I chose to include on my schedule.
Traducción aproximada (google traductor mediante): Mario Cuomo decía que los políticos hacen campaña con poesía pero gobiernan con prosa. La medicina es la mismo. En abstracto, la práctica de la medicina es poesía, llena de gracia, sacrificio y beneficencia. Pero la práctica de la medicina es prosa, una rutina de estrés y trabajo pesado. La medicina, en el ideal, me saca de la cama todos los días. Estoy profundamente satisfecho y orgulloso de mi trabajo. No hay nada que prefiera hacer más. La realidad de la medicina, sin embargo, me hace quejarme cuando alguien se presenta a esa cita del viernes a las 4:40 de la tarde que yo mismo había elegido incluir en mi agenda.
Me ha encantado el uso de la palabras: poesía y prosa. Es cierto que de manera intuitiva asociamos lo poético con lo bello, lo idílico, aquello lleno de metáforas, imágenes, colores y emociones. La poesía nos lleva a pensar en la alta cultura, en lo trascendental, en lo que supera las mundanas tareas de cada día. La poesía es un enigma que nos hace ver el mundo de otra manera.
La prosa es mucho más prosaica (no lo es siempre, por supuesto, pero incluso hablamos de prosa poética cuando está llena de características más propias de la poesía). La prosa nos pone los pies en el suelo, habla de la realidad, de lo que vemos y tocamos cada día. La prosa, en muchísimas ocasiones, mediante la novela, el relato corto, etc. nos muestra el lado oscuro de la vida. Y lo hace de manera cruda.
Es lógico que si solo esperas poesía, la prosa de cada día termina por ser tediosa, agobiante, aburrida. A veces demasiado repetida (tareas burocráticas, enfermedades “menores”, sufrimientos que no conseguimos aplacar). Si esperas poesía y recibes solo prosa puedes acabar por cansarte de la historia.
Pero también podemos aprender a descubrir los pequeños momentos de poesía que hay en todo texto en prosa: esas miradas, esas “gracias”, esos suspiros de esperanza, esos momentos de “clínica perfecta”, de “diagnóstico de libro”, ese vínculo que nace y crece entre pacientes y nosotros, ese sentirnos parte de su historia y a ellos parte de la nuestra. Es un poco como mirar al cielo con ojos de niños: donde podríamos solo ver un acúmulo de gotas microscópicas condensadas por los cambios de temperatura del aire, podemos descubrir la cabeza de medusa, la trompa de un elefante o el sombrero de una bruja.
No es la solución a todos nuestros problemas. Pero la profesión es compleja y los pequeños momentos de poesía son los que le dan ese sentido profundo, trascendental, esa energía interior que nos hace sentir vivos y en el lugar adecuado.
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